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LEYENDA DE LA ESQUINA DEL ZOPILOTE EN MÉRIDA YUC.





El cruce de la calle 70 con 65 guarda una antigua historia de terror, en la que se relata que un misterioso ex marino español llegó a estas tierras con exótica ave de rapiña.
Las esquinas de la vieja Mérida guardan un sinfín de historias y leyendas y así fue como hace unos días narramos en estas páginas dos añejos episodios que dieron nombre al famoso cruce de “El Degollado”, en las calles 60 por 65.
La leyenda cuenta que en la esquina de las calles 65 por 70, llamada “El Zopilote”, encierra una historia llena de misterio y terror, que ponen los pelos de punta a los que la recuerdan.
Viejas narraciones señalan que cuando estas tierras aún estaban bajo el yugo español, en esa esquina habitaba un misterioso personaje, don Íñigo de Arzate Pantoja y Peñaloza, nativo de Andalucía, ex marino y ex militar, de espíritu aventurero, que había recorrido “los siete mares” y del que se contaban las cosas más extrañas.
Y no era para menos esos chismorreos de los vecinos, pues don Íñigo, que por entonces tenía unos 50 y tantos años y que siempre vestía de negro y poseía un semblante poco agradable a vista, encorvado, con una gran nariz aguileña, ojos negros de penetrante mirada, abundante barba y bigotes puntiagudos, era sujeto solitario, no tenía familia y se le veía poco, sobre todo en horas del día, pues las pocas veces que se dejaba ver, era ya cuando la penumbra empezaba a cubrir con su tétrico manto las empedradas y polvorientas calles de la Mérida colonial, alumbradas tenuemente con la débil luz de faroles alimentados con aceite de higuerilla.
Las pocas personas que habían logrado hacer contacto con don Íñigo, como el tendero de una esquina cercana o el tabernero de una cantina a unos pocos pasos de donde vivía el español, contaban que el extraño personaje les había narrado algunas de sus aventuras y travesías en lejanos lugares, principalmente en Sudamérica e islas del Pacífico.
Satisfacción asesina
El extranjero contaba que estuvo en la milicia que combatió en el Perú en 1781 contra el levantamiento encabezado por el caudillo mestizo Túpac Amaru II (José Gabriel Condorcanqui), descendiente del último emperador inca Atahualpa. La crueldad de los españoles contra los alzados fue inaudita e incluso usaban mastines para despedazar a los prisioneros, mientras que a otros los quemaban vivos en hogueras después de someterlos a terrible tormentos.
Y cuando don Íñigo narraba estos pasajes de su azarosa vida en el virreinato del Perú, parecían brillarle los ojos de satisfacción, contando cómo él mismo había matado con sus propias manos a muchos de esos indios rebeldes.
También contaba que tras retirarse de la Marina de Guerra, se dedicó al comercio de especias en los mares del Pacífico, por lo que eran frecuentes sus viajes a remotas islas de la Polinesia, así como al archipiélago de las Filipinas, que estaba bajo el dominio ibérico.
Pero dijo que uno de esos viajes un tifón los sorprendió en medio del océano, por lo que después de estar varios días a la deriva, ya que el mástil y velas se habían hecho pedazos, finalmente su nave zozobró frente a Nueva Guinea, donde tuvo que pasar cerca de dos años para poder reconstruir el buque y volver a América.
Y contó a tabernero y tendero que durante su estancia en esa exótica isla de Pacífico convivió con caníbales e incluso tuvo que practicar la antropofagia para seguir las costumbres de los naturales, pues corría el peligro de que, al no hacerlo, él mismo fuera devorado por los salvajes papúes.
Pero lo tétrico de esta historia, que no contó don Íñigo y que luego los vecinos harían del conocimiento de los habitantes de la Mérida de esos años, es que el ex marinero andaluz, al dejar Cusco, donde vivía en sus tiempos en la milicia, un brujo inca le había regalado un polluelo de cóndor o buitre, el cual, le aseguró, que sólo se alimentaba de carne humana.
Y es así como don Íñigo, durante la matanza de indios incas, daba los restos de éstos a comer a su ya desarrollado cóndor, el cual llevaba a todos sus viajes por mar.
Los niños se 'evaporizaban'
Pero durante su aventura en Nueva Guinea, también don Íñigo le cogió gusto a la carne humana y fue así que a su retorno al Nuevo Mundo, ya ahora viviendo en Mérida, su apetito atropofágico no cesó como tampoco el de su inseparable “mascota”, que ya era una gigantesca ave de una envergadura de unos cuatro metros con las alas extendidas, capaz de levantar en vuelo a una vaquilla, incluso a un ser humano de poco peso.
Y aquí es donde viene lo espeluznante de esta historia, cuando de pronto en Mérida empezaron a desaparecer algunos niños que salían a la calle a jugar cuando ya era de tarde y el sol estaba ocultándose.
Los testigos señalaban que los infantes, como por arte de magia, simplemente se “evaporizaban”, porque incluso madres que salían con sus pequeños denunciaban ante las autoridades que en un breve descuido sus vástagos desaparecían, pero que al mismo tiempo veían una gigantesca sombra y escuchaban un aleteo, aunque no lograban ver qué era lo que lo producía.
Fueron numerosos los chicos a los que sus padres nunca volvieron a ver y, lo más misterioso, es que ni sus cuerpos o rastros se hallaron.
La gente del rumbo de las ahora calles 70 por 65 empezó a sospechar del extraño vecino al que sólo se le veía algunas veces por las noches, siempre con su ropaje negro, incluyendo su capa y sombrero de ala grande que le ocultaba casi todo el rostro, menos su descomunal y grotesca nariz, que era lo único que la luz lograba iluminar, y llevando al cinto una filosa espada.
Además, los habitantes del vecindario señalaban que por las noches escuchaban los espantosos graznidos de un ave, y fue algún atrevido o valiente que logró acechar por la barda de la amurallada casa de don Íñigo, que pudo confirmar que un pájaro horrible que estaba dentro de una jaula era el que producía esos escalofriantes ruidos y aseguraba –lo tildaron de loco entonces- que el diabólico ave de rapiña devoraba una extremidad que parecía ser de un ser humano de pequeña talla, tal vez un niño.
Se hizo la denuncia ante la autoridad pero ésta, incrédula, hizo poco caso y eso dio tiempo a que don Íñigo, que ya se había enterado de las sospechas de los vecinos, una noche de noviembre bajo torrencial aguacero, se subiera a su carruaje llevando consigo la jaula con el cóndor, y desapareciera para siempre con rumbo desconocido.
Macabro hallazgo
Pasaron los días, luego los meses y cuando ya habían transcurrido varios años, los vecinos empezaron a comentar que don Íñigo no había regresado a su casa, pues no se notaba movimiento alguno en su interior y fue entonces que unos osados caballeros tomaron hachas y mazos, tumbaron la vieja pero aún sólida puerta del zaguán y entraron a la misteriosa casona, la cual estaba ya polvorienta y llena telarañas.
Revisaron cuarto por cuarto, pasillos, el solar, la bodega y hasta el sótano, pero no había rastros de don Íñigo ni de su exótica mascota. Entonces la autoridad expropió el inmueble y decidió derribarlo para construir otra edificación y fue cuando entonces, al estar haciendo los nuevos cimientos, hallaron numerosos huesos enterrados en el patio.
Con pavor pudieron comprobar que esas osamentas pertenecían a niños, por lo que tristemente llegaron a la conclusión que eran de esos pequeños desaparecidos años antes y de los que nunca se supo nada más.
Fue entonces que nació la tenebrosa leyenda de la esquina de “El Zopilote”, de la que se cuenta que un cóndor (confundido entonces como el ave de rapiña local) sobrevolaba por las noches en busca de sus pequeñas presas humanas, las cuales levantaba con sus poderosas garras y pico, las llevaba a casa de su amo, en donde eran asesinadas, descuartizadas y devoradas por ambos.
Vaya usted a saber si esta es sólo una leyenda o tiene su parte de verdad.

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